Consejos y secretos para dar la vuelta al lago Llanquihue

Desde Las Cascadas a Puerto Octay, pasando por Puerto Varas, Frutillar y más localidades con encanto.

Planificar una vuelta en el mapa –diseñar el recorrido, calcular distancias, pensar paradas– y llegar a dar esa vuelta en la vida real, es como mínimo sorprendente. Allá afuera, lo real late y eso puede desarmar algún plan, pero permite sentir el paisaje, escuchar a la gente, vivir aventuras, estar de viaje.

Esta vuelta más o menos circular por el Llanquihue, el segundo lago más grande de Chile después del General Carrera, será un giro en sentido horario, desde Las Cascadas hasta Puerto Octay, unos 180 kilómetros por rutas vecinales en buen estado, una parte de ripio aceptable y un cruce inesperado en barcaza por el Estero de Reloncaví. En la geografía de los recorridos circulares abundan los desvíos.

Villa La Angostura, Paso Internacional Cardenal Samoré y enseguida estoy del otro lado, en la Región de Los Lagos, llovedora y extraverde.

Unos kilómetros antes de Entre Lagos, donde tomaré la U-51 hacia el Llanquihue, veo a un hombre grande, de unos 80 años, al lado de una camioneta, en la banquina. Hace señas, paro a ver si necesita algo y se acerca corriendo.

Se llama Hernán Lorca, es maestro rural y esta mañana le entregaron su camioneta supuestamente arreglada. Pero los mecánicos, bueno, usted sabe, los mecánicos poh. En el viaje habla un poco de sus enfermedades y después cuenta su idea de abrir una ruta alternativa entre dos pueblos del sur, y dice que un diputado se interesó y lo vino a ver y que ya están los planos y ahora buscan el financiamiento para construirla. Cuando se baja en el taller del mecánico, el acento chileno resuena en el auto. A partir de ahora y mientras dure el viaje, será ley poh.

Podría seguir a Osorno y desde ahí a Puerto Octay por autopista, pero prefiero los caminos secundarios que cruzan el campo. Aparecen los cultivos de trigo y papa, los rollos de avena –bolos les dicen acá– envueltos como caramelos para no tragar tanta agua.

Hoy no va a llover: es un día despejado y brillante. El cielo azul matizado de nubes chicas y blancas como corderitos. Enseguida aparece el coloso de este camino: el volcán Osorno, un cono perfecto de casi 2.700 metros de altura. Una presencia rotunda que se verá durante toda la vuelta, desde distintos ángulos. Hasta las playas recibieron su influencia: son de arena negra y gruesa; tienen la impronta volcánica del Osorno y su banda: el Calbuco, el Puntiagudo y, más cerca del límite, el Tronador.

En el living de la Posada del Colono, el propietario, Marcelo Kuschel, me mostrará un artículo de La Prensa de Osorno con fecha 10 de octubre de 1937, dos años después de la última erupción del volcán (en 2018 hubo una alerta, pero no pasó nada). El artículo está enmarcado y se titula: “Circunvalaron el volcán Osorno en bicicleta”. Uno de los que lo logró fue su abuelo, “y en sólo 18 horas”, agrega Kuschel, parado en una alfombra de cuero de un puma que mató ese abuelo, hace 60 años (“era el puma o las ovejas”).

Como otros colonos del Llanquihue, su abuelo era polaco, de Silesia, en aquel tiempo parte del Reino de Prusia. Otros venían de Westfalia, Sajonia, o Bohemia, en la actual República Checa.

La colonización alemana en el lago Llanquihue comenzó en 1852 y se extendió hasta 1875. Fue planificada por el gobierno chileno para poblar la zona de europeos. La impulsaron dos “agentes de colonización”: Vicente Pérez Rosales –que da nombre al parque nacional– y el alemán Bernardo Philippi.

En distintos momentos, ambos viajaron a Europa para reclutar –contratar– colonos con ofertas de tierras y prosperidad en la otra punta del mundo, a orillas de un lago llamado Llanquihue. La idea era traer colonos católicos, pero allá los curas se molestaron porque les sacaban fieles, entonces también se aceptaron luteranos. Por eso hay iglesias de ese culto, como la de Frutillar.

Werner, Winkler, Held, Nannig, Kuschel y otros apellidos alemanes viajaron en clippers que zarpaban de Hamburgo y luego de más de tres meses en alta mar, con poca comida y expuestos a tormentas y enfermedades, llegaban –si llegaban– a Puerto Montt. Los esperaban los agentes de colonización, que los trasladaban por una huella hasta el lago y de ahí en balsa hasta sus tierras, en el suroeste y norte del Llanquihue.

El gobierno les otorgaba una parcela con salida a la playa –la comunicación era en vapores por el lago–, una vaca con ternero, un chancho y una oveja.

No bien podían, los colonos construían una casa, su casa, con madera de laurel y alerce. Las viviendas estaban a 1.000 metros una de la otra, distantes y en medio del bosque. Después construían la iglesia. Durante mucho tiempo no hubo escuela y tampoco comercio porque los habitantes eran escasos y no había a quién venderle.

En el Museo Colonial Alemán de Frutillar se entiende la línea de tiempo y está a la vista el trabajo de herreros y carpinteros en un lugar con todo por hacer. En la reconstrucción de una herrería se escucha un sonido que parece el de un martillo sobre un yunque, como para hacer una herradura. Tomo el sendero que cruza el jardín de rododendros en flor (lila, blanco, rosa) y llego a un molino, y después a una casona de campo. Todo como era entonces. Influenciados por la Revolución Industrial, los colonos se hacían traer herramientas y máquinas de Alemania, y la mano de obra venía de Chiloé. Así desarrollaron un modelo tecnológico que hizo crecer la región. En 1870 ya había un molino en Frutillar. Molían el trigo y hacían pan, picaban los granos para darles a los animales. Más adelante, en 1910, la construcción del tren de Osorno a Puerto Montt acercó progreso económico y las oportunidades.

–Mi bisabuelo vino de Polonia antes de que existiera ese país, durante la guerra franco-prusiana. Él y otros compañeros llegaron a Puerto Varas y después se dispersaron. Esto era una selva virgen, pero ellos tenían máquinas y sabían trabajar –cuenta Kuschel en la casona donde funciona su posada, que no es exactamente la que construyó su bisabuelo porque no resistió el terremoto de 1960 de 9,5º en la escala de Richter, hasta hoy, uno de los más potentes del mundo, y devastador para la zona.

Dicen que los primeros inmigrantes la pasaron mal, la segunda generación un poco menos mal y así fue mejorando la calidad de vida con el correr del siglo XX.

Lo segundo que veo en la ruta es un cartel tallado en madera y otro y uno más, los tres con la misma palabra: kuchen. Anuncia la tarta tradicional de esta región de vacas lecheras y tantes (tías) alemanas.

En lugar de borrarse con el paso del tiempo, el aporte culinario de los inmigrantes se arraigó, y hasta existe una Ruta del Kuchen. La receta varía según las familias o las casas de té, pero básicamente es una masa baja y esponjosa; arriba, una crema fría con berries, que van de murta y arándanos a frambuesa. En el libro 150 años de la repostería alemana, Alejandra Doepking Martini recopila recetas antiguas, no sólo del kuchen, también de tortas de nueces, ciruelas, azúcar quemada y streusel.

El lazo con Alemania se mantiene vivo. En la mesa de un restaurante de Puerto Varas, una parejachileno-alemana conversa con un alemán que vino de visita. Hablan de las próximas Semanas Musicales de Frutillar, un evento de música docta que se celebra hace 40 años. Dicen Alles gut y Natürlich y brindan con Carmènere.

Cada tanto llegan estudiantes alemanes para hacer sus tesis sobre las familias de colonos del siglo XIX y los descendientes chilenos de quinta generación trazan su árbol genealógico o viajan a Europa en busca de las raíces, como la hija de Marcelo Kuschel, que recorrió cementerios de la antigua Silesia en busca de parientes con su apellido.

La Deutsche Schule de Frutillar educa alumnos desde 1906, el mismo año en que se fundó el coro de hombres, Männerchor, que todavía canta. Porque después de construir la casa y la iglesia, los inmigrantes cantaron, y cuando llegó el progreso compraron pianos y reformaron las casas para que tuvieran balcones y flores y se parecieran a las de la tierra que habían dejado atrás en la geografía, pero adentro en el corazón.

Las Cascadas

Antiguamente llamado Río Blanco, Las Cascadas es un pueblo mínimo que toma el nombre de una cascada de 50 metros de altura que se forma en el río Blanco, que no es blanco, sino verde esmeralda. A ambos lados de la ruta que atraviesa el pueblo hay un puñado de restaurantes, carritos donde comprar completos (panchos), una estación de bomberos con dos insignias: una de Bomberos de Chile y la otra con el águila negra y escrita en alemán: Deutsche Feuerwehr Kompanie. Me entero de que la estación de Las Cascadas forma parte de la Confederación de Compañías Chileno-Alemanas, que reúne a las compañías de bomberos fundadas por ciudadanos alemanes o familiares de alemanes radicados en Chile.

Se puede llegar hasta la playa, donde los visitantes toman sol, remontan barriletes y van a mirar el atardecer.

En la ruta que atraviesa el pueblo está la iglesia luterana Las Cascadas, de madera y cerrada con candado a la espera de un rescate del olvido. Se halla junto a un cementerio donde todos los apellidos son alemanes. Hay varios cementerios de los antiguos colonos. El investigador Emilio Held Winkler los recorrió y enumeró en su libro Cementerios de la época de la Colonización Alemana en la zona de Llanquihue.

El salto de agua del río Blanco está a unos cuatro kilómetros hacia el interior, por la calle de la escuela hasta el final del camino. El último tramo se hace caminando por el bosque, unos 30 minutos.

Volcán Osorno

Antes de entrar a Ensenada sale un desvío que serpentea y trepa hasta la base del volcán. En el camino hay dos paradas con puntos panorámicos y senderos interpretativos que se meten en el bosque sombrío, donde se ven variedades de helechos. En los claros donde entra el sol, notros en flor, si es enero.

En el volcán Osorno funciona una estación de esquí, pero durante el verano muta en un centro de montaña con dos tramos de sillas habilitados para llegar al punto más alto, a 1.640 metros. Otra opción, para los que nos gusta caminar, es hacer una vuelta panorámica de alrededor de dos horas –y gratis– con vistas maravillosas del lago Llanquihue y el resto de los volcanes. A la vuelta, una picada o pizza casera en el restaurante Mirador es una justa recompensa.

Ensenada

En el extremo oriental del Llanquihue, Ensenada es un centro de turismo aventura de la región. Se pueden programar rutas para hacer en mountain bike y rafting en el río Petrohué. También, visitar la Laguna Verde y el Parque Nacional Vicente Pérez Rosales, donde están los espectaculares saltos sobre el río Petrohué, que se recorren en una tarde. En el parque nacional, hay varios restaurantes, tiendas de souvenirs con productos de la zona, como la miel de ulmo y los dulces de frambuesa, entre otros. Después de conocer los saltos, la ruta sigue hasta el final de la ruta, en el lago Todos los Santos. Hay estacionamiento para dar una vuelta por el muelle y admirar la vista del lago verde esmeralda con tintes azulados rodeado de bosque nativo. Con tiempo es posible navegarlo en catamarán hasta Villa Peulla. Esta excursión dura todo el día. Varios restaurantes de Ensenada dan a la playa, larga y, como el resto en este lago, de arena negra. Bañarse puede ser un desafío. O, mejor, un desafrío.

Estero de Reloncaví

Algunos paisajes valen el desvío, y el Estero de Reloncaví entra en esa lista. El estero es un brazo de mar que se interna en la tierra; en Chile, también lo llaman fiordo o seno. En la cabecera de Reloncaví está Ralún; en un recodo, Cochamó; y en la desembocadura, Caleta Puelche.

En lugar de seguir por la ruta 225, elijo nuevamente los caminos vecinales. La ruta provincial V-69 corre como el río Petrohué y paralela a la Reserva Provincial Llanquihue. Pasa por caseríos con cementerios en altura, abiertos al lago. Por las ventanillas veo piños de ovejas que pastan sobre el paisaje ondulado y filas largas de colmenas pintadas de colores. La miel de estos bosques de tiaca, tineo, luma, mañío y ulmo es apreciada, especialmente la de ulmo que, por acá, se consigue con manejo orgánico, cosecha artesanal y en crema.

Mejor andar atento porque podría salir de los matorrales cercanos a la ruta un gato güiña (Leopardus guigna), también llamado gato de campo o colorado. Es el felino más pequeño de América, con piel de leopardo y ojos almendrados. Tan bello como escurridizo, y el terror de los pichones y las lagartijas.

También se podría cruzar un pudú o un gato montés, sobre todo después de una lluvia. El canto del huet huet acompaña las mañanas y las tardes calmas.

Cuando la ruta se acerca al fiordo, aparecen las salmoneras que tanto afectan la vida del estuario.

Por acá no hubo alemanes. Durante décadas se extraían los listones de alerce que se exportaban a lugares tan lejanos como Perú.

En la actualidad, los pueblos de Reloncaví apuestan al turismo de naturaleza. Es una región tranquila que llama a los que quieren cambiar de vida y vienen desde Santiago, que parece otro país, incluso otro mundo. Como Mabel y Pedro, del Hostal Vuelta al Sur, gran lugar para pasar unos días. Queda muy cerca de las flamantes Termas del Sol, un centro termal con diez piletas climatizadas incrustadas en la mismísima montaña. Tiene el plus de que se puede ir al atardecer y quedarse hasta que despunta la noche, a eso de las 21.30.

Me contaron que hay quienes cruzan desde la cercana localidad de Puelo (en Chile, claro) hasta Argentina, por el Paso Internacional El León, por donde fluye el Manso, cerca de la ruta 40. Son unos siete días de caminata y dicen que es fantástico.

Puerto Varas

Una vuelta rápida da para entender por qué los turistas alemanes se sienten como en casa: esta ciudad parece arrancada de los Alpes.

Puerto Varas tiene 50.000 habitantes y es un buen lugar para hacer base por la oferta completísima de alojamientos de todos los rangos, restaurantes, paseos, parques, galerías de arte y varias opciones de compras, desde la feria de artesanos que se instala todos los días frente a la costanera hasta las casas de chocolate casero, los locales de ropa de montaña y un mall.

Las construcciones del centro son de madera y tienen la impronta del Tirol. Hay un circuito que recorre casas emblemáticas de colonos alemanes. Como la Casa Yunge-Hitschfeld, de inspiración neogótica y revestida en tejuelas. Fue una residencia familiar de casi 500 m2, y hoy es parte del patrimonio de la ciudad. O la Casa Brintrup-Hertling, donde entre 1960 y 2000 se fabricaron juguetes de madera de pino y coihue que se vendían para Navidad. La iglesia del Sagrado Corazón, y sus tres torres, se destaca en el conjunto arquitectónico que trazaron los colonos.

Las plazas rebosan de rosas y aljabas colgantes (acá las llaman bailarinas) y, cuando está despejado, el Osorno y el Calbuco se ven en primer plano.

Paseos para hacer en una visita: caminar o andar en bicicleta de una punta a la otra de la costanera, entrar en la librería Mac-Kay; llegar hasta el Parque Philippi y hacer alguno de los senderos que atraviesan el bosque y trepan hasta lograr una vista de altura del lago y la ciudad; conocer el Museo Pablo Fierro, una colección caprichosa y amorosa de objetos que llevan a historias, y de historias que terminan en un objeto.

Llanquihue

Antiguamente se llamó Punta Christie. Es un pueblo breve, una respiración profunda y ya terminó. Pero tiene un muelle que parece antiguo y apenas es de hace algunos años y quedó precioso, y una costanera para pasear y charlar con la gente que lleva a los niños a jugar o a comprar un picolé, el Torpedo chileno.

Ahí nomás, en Totoral, el Monumento a los Antepasados Unsern Ahnen rinde homenaje a los colonos alemanes. Se construyó en 1937. En la placa de bronce figuran los nombres de los primeros 80 colonos que llegaron al Llanquihue, en 1852.

Frutillar

Las paradas de ómnibus son de madera y tienen una clave de sol porque en Frutillar la música forma parte de su identidad. Y las paradas tienen techo porque por acá llueve muchos, muchísimos días en el año. Por eso está tan verde y lleno de flores, especialmente de rododendros y aljabas de varios tamaños y combinaciones de colores.

A esta altura, después de 40 años, las Semanas Musicales que se celebran en el Teatro del Lago, cada año a fin de enero, son famosas por la calidad de los músicos y la convocatoria. La arquitectura del teatro, construido para el Bicentenario, es vanguardista y espectacular; se puede conocer en una visita guiada. También hay conciertos, festivales y exhibiciones durante todo el año.

Otro lugar imperdible de Frutillar es el Museo Colonial Alemán, que le pone palabras, fotografías y construcciones a la inmigración alemana en el Llanquihue. Se recrearon cuidadosamente el molino de agua, los talleres del herrero y del carpintero, la casona de campo y los jardines. Se puede escuchar el sonido de los hierros y los acordes en el piano en una reunión social en la casona principal, en las primeras décadas del siglo XX.

Puerto Octay

El menos turístico de los pueblos del Llanquihue y no por eso menos hermoso. Tiene unos 10.000 habitantes y, a diferencia de sus vecinos Frutillar y Puerto Varas, aquí parece ser más importante la industria lechera que el turismo. Zona de tambos y excelentes quesos, como el chanco o mantecoso, gouda y parmesano. También se consiguen quesos artesanales sin aditivos de cabras y ovejas que pastan en praderas.

En un comienzo se llamó Puerto Muñoz-Gamero. Cuenta la historia que el nombre Octay podría venir del propietario del primer almacén, Cristino Ochs, uno de los primeros alemanes que llegó y tiempo después abrió un almacén muy bien surtido. Los lugareños se acostumbraron a decir “donde Ochs hay esto y aquello”, y esa expresión derivó en Octay.

La importancia del pueblo fue vital cuando no había rutas y el comercio circulaba por el lago, desde los muelles de los productores alemanes hasta Puerto Octay y de ahí a Osorno y Puerto Montt.

Todavía falta poner en valor el patrimonio urbanístico del tiempo de los colonos. El Museo del Colono sí atesora fotos y máquinas de los pioneros.

En una caminata por la costanera me entero de la historia del naufragio en el Llanquihue, en 1931, justo frente a la bahía de Puerto Octay. La lancha se llamaba Möewe y trasladaba a la banda instrumental del Regimiento Caupolicán de Valdivia, invitada para agasajar al Príncipe de Gales que estaba de visita, hospedado en la península Centinela. Pero el monarca no se interesó en el concierto y los músicos, frustrados, se quisieron volver rápido en otra lancha, no en la misma que los había traído. En un hecho desafortunado y absurdo, la Möewe chocó con el vapor que los venía a buscar. Murieron 12 integrantes de la banda y el patrón de la lancha.

Por: Carolina Reymúndez – LA NACIÓN, ARGENTINA

Artículo completo: https://www.lanacion.com.ar/revista-lugares/chile-consejos-y-secretos-para-dar-la-vuelta-al-lago-llanquihue-a-los-pies-del-volcan-osorno-nid24042024/

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